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Por una verdadera defensa de los intereses de España en Europa
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La campaña para elegir a nuestros representantes en el Parlamento Europeo, además de darnos una nueva ocasión para asistir a enconados debates sobre política interior, nos obligará, afortunadamente, a hablar de Europa. Sobre todo de nuestro papel en Europa, porque España está hoy muy lejos de tener el peso y la influencia que debería en relación con su importancia como país.
Es seguro que los candidatos reafirmarán su fe europeísta y nos transmitirán su disposición a contribuir a la construcción de ese espacio de libertades y de solidaridad que es, sin duda, nuestro lugar en el mundo. Lo que no está tan claro es que nos quieran hablar de que, más allá de la defensa de unos principios y valores comunes, en Europa se toman todos los días infinidad de decisiones que nos afectan mucho como ciudadanos y cuya influencia en nuestras vidas –buena o mala- depende, básicamente, de que nuestros intereses estén bien defendidos por nuestros representantes.
Pondré solo dos ejemplos del sector agroalimentario tan prácticos como escasamente ideológicos. Si no se reforman los sistemas de alerta europeos, un gran productor de alimentos como España puede volver a sufrir cuantiosas pérdidas por errores en la gestión de crisis como los que cometieron las autoridades alemanas en el caso de la bacteria e-coli, tan injusta como frívolamente vinculada a las hortalizas españolas. Y si no se tienen en cuenta nuestros intereses a la hora de lograr objetivos medioambientales en relación con las emisiones de CO2, otros países pueden conseguir que se impongan soluciones con tecnologías poco maduras que –qué casualidad- solo fabrican ellos, para sustituir los gases de nuestros actuales equipos de refrigeración, por otros que funcionan bien en Amsterdam pero muy mal en Écija, sobre todo en verano.
Detrás de estos ejemplos y de muchos otros similares, hay mucho dinero –que acaban pagando los consumidores- muchas decisiones de inversión y muchos puestos de trabajo en juego. Me temo, sin embargo, que se hablará poco de ellos, porque los candidatos preferirán que se les elija por sus ideas o por su talante, en lugar de hacerlo por los resultados concretos obtenidos en la defensa de los intereses de nuestro país o por su capacidad política y técnica para hacerlos prevalecer en el futuro.
No es igual en todas partes. Los principales partidos británicos, casi todos molestamente escépticos e incluso insolidarios en Europa, pueden exhibir ante sus ciudadanos el trabajo de un buen número de compatriotas en puestos claves del Parlamento Europeo (similar al de altos funcionarios en puestos claves de la Comisión) que, sin duda, influyen en que muchos expedientes que les afectan se resuelvan conforme a sus necesidades. Por su parte, políticos o altos cargos comunitarios italianos, a pesar de sus problemas internos, llevan años trabajando con intensidad para que sus compatriotas puedan acceder a fondos y ayudas comunitarios que otros Estados no alcanzan. ¿Trabajan ellos –y otros como ellos- mejor en Europa que nosotros? Digamos que, como mínimo, le dan mucha más importancia a esos expedientes de los que se habla sólo en Bruselas y Estrasburgo dos años antes de que se apliquen en los Estados miembros. Quizá sea esa –nuestra conocida falta de previsión- otra de las raíces del problema.
Por supuesto que el trabajo meritorio de algunos de nuestros europarlamentarios y el esfuerzo de otros –muy pocos, desgraciadamente- altos funcionarios españoles es la excepción que confirma la regla. En el caso de los diputados, los que mejor se mueven por allí dan la sensación de hacerlo más por responsabilidad personal que porque se les vaya a medir o incluir en las listas como resultado del éxito de sus gestiones para los intereses del país. En cualquier caso, a pesar del esfuerzo solitario de estas personas meritorias, España todavía no juega en Europa el papel que le corresponde.
Eso es lo que nos jugamos en las próximas elecciones. Y para mejorar nuestra (pobre) posición, además de exigir la mayor preparación posible a nuestros representantes –que incluye, por supuesto, el manejo de idiomas en los pasillos del Parlamento, la Comisión o el Consejo- deberíamos prestar mucha más atención a las decisiones que se tomarán en los próximos cinco años y que van a afectarnos directamente.
El más de medio millón de empresarios –entre autónomos, cooperativas y sociedades- que componen la cadena agroalimentaria en España –productores, fabricantes, distribuidores..- dan empleo a cerca dos millones de trabajadores y son el primer sector exportador del país y uno de los más dinámicos y competitivos. Su importancia para nuestra economía y para el bienestar de los ciudadanos exige que nuestros representantes en Europa sean muy conscientes de sus necesidades y limitaciones y tengan capacidad para manejar con éxito asuntos tan diversos como complejos. El impacto potencial de los acuerdos internacionales de comercio sobre los productores agrarios es enorme, como lo es el de las normas de etiquetado nutricional sobre los fabricantes o de las de gestión de envases y residuos sobre los distribuidores y todos ellos necesitan además, urgentemente, medidas comunitarias que ayuden a incrementar el consumo mejorando la confianza de los ciudadanos.
Estos y otros similares para son, hoy por hoy, los debates indispensables para defender bien los intereses de este sector estratégico en Europa.